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La mujer sin prójimo

Un ángel: la mujer del prójimo
Un diablo: la mujer propia
Proverbio portugués.

La mujer no es de nadie. La mujer “es” sin supeditaciones, y justo ahí radica su encanto. No existen límites humanos para el último ser que tocó El Divino: la mujer los supera, da a luz, tiene hijos, los cría junto a ese hijo mayor llamado marido, novio, acompañante, o los cría sola con la ausencia, los torna adultos, los ve partir, trabaja por su familia, carga con el peso seglar de la responsabilidad de mujer, ser social y madre, cierra los ojos de su compañero y continúa viviendo. La mujer “es un animal tremendo”.

Y en su discurso pictórico, para la ocasión, con foco en el grabado serigráfico, aunque alguna punta seca hay, Doña Martha presenta una nueva Eva. Una matrona que no deja de personificar a la mujer cubana en cuanto a la mezcla de rasgos aindiados con indicios de mulatez, de mestizaje ternario: blanco, indio y negro; pero esta vez es una hembra más esbelta, de cuello largo como señal de elegancia y facciones más perfiladas. Pero no sólo en su apariencia se centra el cambio. Lo más importante lo lleva dentro y lo proyecta hacia afuera como la luz incandescente de un faro que guía y advierte.

La obra de Martha: sus mujeres, viven sumergidas en un mundo lleno de símbolos y de metáforas, leyéndolos se puede comprender la complicada naturaleza de un ser al que el hombre prefiere amar o poseer, ya que no puede entender ni calcular.

Comienzo por la cabeza. En ocasiones penden de ella, en un hilo, el anzuelo cebado con las responsabilidades de un hogar enraizado, débitos que nunca faltan, pero siempre sobran. Se equilibra siempre con otro péndulo que sostiene el abrecaminos como solución y alternativa que pesa tanto como lo contrapuesto en el otro anzuelo. Otras veces hay botes sobre la cabeza, a manera de símbolos de evasión, de tratar de escapar de las responsabilidades y cruces que en las que el “prójimo” la ha crucificado siempre. De sus orejas, a manera de aretes, también penden hombrecillos, juglares que payasean y se divierten de lo lindo aprovechando la condición de sustentáculo de la mujer. Casas enteras, ciudades sobre su cabeza o la otra opción, su cabeza incompleta, su perfil no terminado, la cabeza vacía, libre de todo, hasta de su propia naturaleza; una corporeidad que se disgrega...

Ahora describo el cuerpo y lo que el cuerpo hace. Una mujer lleva tigres sobre su testa y rayas sobre su cuerpo: es una mujer lista para defender su independencia, su vocación de gata ronroneante, pero capaz de cazar para alimentarse: “Esa peligrosa y hermosa gata”, a decir de Nietzsche. Otra fémina lidia con los peces alados y bípedos que atraviesan su cuerpo, como símbolos fálicos, de fertilidad y abundancia. Alguna más soporta, cual Atlas, un enorme animal acuático, cual monstruo sublimado, plagado de pequeñitos seres descendientes, y aún admite un cometín retorcido, a manera de divertimento y una manzana habitada por un juglar, en un segundo plano. El barco replantea su simbolismo de acuerdo a su ubicación y a su correspondencia formal con el cuerpo de la hembra. Un barco entre las piernas alude al placer sexual, a la entrada o partida en una metafórica “bahía” y a su transitar por “las aguas que la bañan”.

En otra estampa aparece la mujer autosuficiente que prescinde del hombre para sus juegos sexuales. La mujer como amante de sí misma, con el cuerpo asaetado por un abrecaminos o garabato, como reiteración de sus prioridades o como símbolo de facilidades en su camino, de decisión de eliminar cualquier obstáculo que pueda limitarla y dejar atrás su vida plagada de responsabilidades, su trasnochada máquina de coser, porque ella se niega a seguir siendo una máquina que se entiende con otras máquinas, porque renuncia a seguir siendo un pilar más de una casa que la ha incorporado a su propio cuerpo de cal y canto, como parte de su arquitectura, como un elemento funcional y/o decorativo.

Pero esta nueva Eva lleva atributos de auxilio en sus nuevas andanzas: la máscara no sólo oculta la identidad, también permite la licencia de actuar sin responsabilidades, sin temores, y proyectar lo oculto en sus ambiciones porque siempre se cuenta con el respaldo de la sombra, del anonimato. Los tacones rojos son un símbolo de lujuria y opulencia que vienen desde la escandalosa corte de Bizancio, y fueron la apoteosis en la corte de Le Roi Soleil. Y aún falta otro atributo: el místico. La dama santa, la santidad híbrida de una Virgen de la Caridad que renuncia a la carne de sus peces, y de una Santa Bárbara que decide cambiar la espada por el abrecaminos. Ya queda completo el perfil de la mujer sin prójimo.

Por último, la despedida de una hembra coqueta y feliz, como un continente con sus problemas resueltos, que se deja crecer las alas y echa a andar con su enorme pez bajo el brazo. Y se contonea...

Por: Pavel Alejandro Barrios Sosa
Curador y crítico de arte.
Octubre de 2003.